Votar o no votar, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna
acción del ánimo, dejarse llevar por el natural escepticismo y renunciar a la
acción para sufrir los injustos decretos de unos gobernantes elegidos por
otros, u oponer nuestros votos a ese torrente de calamidades eligiendo a quien
no nos gusta para evitar a los que detestamos? Votar es dormir. ¿No más? ¿Y por
un sueño creeremos que podemos acabar con las aflicciones y los innumerables
dolores? Votar es dormir… y tal vez soñar. Sí, el sueño nos invita a
imaginarnos dueños de nuestros destinos por el limitado espacio de tiempo de
una legislatura. ¿Quién, si no fuese así, soportaría la cola y la lentitud de
los presidentes de mesa, el tedioso recuento adobado con los comentarios de los
tertulianos de siempre, el mal pagado amor de nuestros gobernantes por nuestras
ya depositadas papeletas? Pero, ¡la hermosa tecnocracia europea! Graciosa
matrona, ¿qué hará ella con nuestro voto?
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