Mucho antes de la era digital y de internet, antes que el virus de la
radio-fórmula infectara las ondas hasta el tuétano (sálvese Radio 3), antes que
la música en televisión degenerara en karaoke para el lucimiento de imitadores
de imitadores de Ricky Martin, hubo un tiempo en que los jóvenes quedábamos las
mañanas de los sábados para ir a las hoy extintas tiendas de discos con la
avidez del que visita museos cuando ejerce de turista. Una era en la que
nuestra colección de discos era nuestra seña de identidad, en la que enfundarse
los mejores vaqueros y la mejor chupa era sinónimo de concierto. Un tiempo de
sexo – menos del que hubiéramos querido -, drogas – más de las que hubiéramos
debido – y rock & roll – en su justa (des)medida –. Años de ruptura de los que
el crítico musical Oriol Llopis fue testigo aventajado y directo.
La magnitud
del desastre, su libro de memorias contadas en escrupuloso
desorden cronológico (¿acaso los recuerdos se archivan de otra forma?), nos
devuelve aquellos tiempos que, no nos engañemos, ya nunca volverán. Y no lo
hace desde la Verdad (desconfía de aquellos que te digan que existe y la
conocen), sino desde la sinceridad más absoluta (por el contrario, confía en
aquel que reconoce sus flaquezas).
Llopis se aleja en sus memorias del tono de auto-homenaje al que son tan
proclives algunas viejas glorias de nuestro rock patrio, devenidas en
folklóricas poperas; y nos narra sus experiencias desde la frescura y la
desvergüenza propias del rockero de raza, ese que no se vendió por dinero ni
por un asiento de jurado en la enésima versión de OT, devolviéndonos con humor
los aromas de una generación que no llegó a cambiar el mundo, pero que al
menos, por unos años, cambió el triste panorama musical de nuestro país.
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