Divide y vencerás, dijeron los que manejan el
cotarro. Y nosotros, obedientes, mordimos el anzuelo que cebaron con la
discordia entre iguales. Al menos, eso es lo que parece a tenor de los debates
estériles de barras de bar y redes sociales entre caínes y abeles a los que
asisto perplejo y mudo de incredulidad. Duelos a espada entre autónomos y
funcionarios. Combates de boxeo entre trabajadores por cuenta ajena e
interinos. Tiroteos entre desempleados de 40 y becarios de 30. Clase media en
descenso contra clase media en descenso. Mileuristas venidos a menos contra
mileuristas venidos a menos. Evitamos mirar hacia arriba por temor a que nos
duelan las cervicales. Es mejor mirar al frente o a los lados para encontrar
rivales de nuestra talla. Chupatintas discutiendo contra mercachifles. Bajitos
y enclenques dándose empujones.
Porque la culpa de la crisis no pueden tenerla los
gobernantes ineptos ni sus cómplices de la oposición. Qué importancia puede
tener que el comportamiento de nuestra clase política (los de un lado y los del
otro, y hasta los de otros) cuando no es corrupto, carezca de ética (e incluso
de estética). Qué tendrá que ver que tanto los altos cargos de la
administración pública como los engominados ejecutivos de la privada cobren
sueldos de vértigo a cambio de inventarse cargos intermedios a los que endosar
su trabajo y sus responsabilidades. Cómo van a ser culpables de la situación
económica los ricos que evaden impuestos y capital a paraísos fiscales (hasta
el punto de que en Suiza se planteen fijar el salario mínimo interprofesional
en la módica cantidad de 3.500 euros mensuales). Qué daño puede hacer que los
directores generales se lleven bajo el brazo indemnizaciones millonarias o que
el yerno del rey engorde sus cuentas bancarias con dinero público y privado.
Dirá más de uno que con todo ese dinero se saca de la crisis a España, a sus
comunidades autónomas y hasta a Portugal. ¿Y qué? Es mucho más útil medirse con
el vecino de nuestro mismo tamaño que ir de quijotes y estrellarse contra
molinos o rascacielos.
Entre tanto, los que manejan el cotarro se retuercen
de risa sentados en sus cómodos sillones forrados de cuero, viendo como nos
sacamos los ojos perdiendo así el sentido de la vista y dando palos de ciegos
que acabamos recibiendo nosotros mismos, mientras ellos nos recortan derechos,
servicios, poder adquisitivo, días de vacaciones y hasta libertades, si hubiera
menester. Eso sí, sin perder sus sagrados privilegios. Sigamos atacando a Abel
con saña homicida, no sea que a los dioses de la economía les dé por
perjudicarlo menos que a nosotros.
Hasta que no comprendamos que divididos somos carne
de derrota no aprenderemos que la unión hace la fuerza.
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