Obviamente, entre las funciones del novelista está la de ser cronista de su
tiempo. Y en ese sentido, nadie ha sabido plasmar en su obra lo que conocemos
como “el problema vasco” mejor que Fernando Aramburu.
La trama de Años lentos se sitúa
en el San Sebastián de finales de la década de los 60. A través de la vida de
una familia de clase obrera somos testigos del escenario social y político en
el que se fragua el conflicto. Pero, sorprendentemente, toda la novela está
salpicada de humor e ironía, apoyada en lo peculiar de su estructura narrativa.
La historia nos la cuenta un personaje que recuerda su infancia en la que, por
circunstancias personales (“que no vienen al caso”, como diría él) va a vivir a
casa de sus tíos en la capital donostiarra. El narrador se dirige directamente
al autor, Aramburu, al que le da los detalles para que él escriba la novela.
Entre estos capítulos, se intercalan otros a modo de apuntes, con ideas
sueltas sobre el desarrollo de la novela y bosquejos de diálogos entre los
personajes. De este modo, Aramburu no solo nos enseña las tripas de la novela,
sino que también puede trufar todo el relato del humor que lo caracteriza.
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